Muchos partidarios de la «nueva teología» rechazan la existencia del
infierno. No obstante, el infierno existe. La Nueva Revelación no deja lugar
a duda. Pero también es indudable esto: «No existe la condena eterna».
Antes de citar las explicaciones de la Nueva Revelación, expondremos
la enseñanza de la Iglesia acerca del tema del infierno y sus diversos modos
promulgados en el correr del tiempo. El mayor exegeta bíblico de la Iglesia
Católica, Orígenes (hacia 250 d.C) mantuvo la opinión de que Dios acogería las almas de todos los hombres en su reino, después de un largo período
de tiempo. El «hijo perdido» -que representa la humanidad entera- volvería al final del mundo material a la casa paterna. Esta doctrina, llamada
la apocatástasis, es confirmada por la Nueva Revelación, pero en el siglo
vi (Dez. 211, 429, 531) fue rechazada por la Iglesia. En lugar de la reconciliación de la humanidad con Dios, se introdujo la condenación eterna,
que hasta aquel momento no formaba parte del patrimonio doctrinal de
la Iglesia. Este hecho se confirma en la obra estándar de la Iglesia Católica,
El Diccionario para la teología y la Iglesia, tomo V, año 1959, pág. 446.
Literalmente podemos leer: «Como punto final a largas luchas en el año
543 se afirma en C 9 de los cánones adv. Orígenes que las penas del infierno
son de eterna duración». (Denz. 211). Bajo Justiniano se dio la estocada
final a la doctrina de la apocatástasis ( = la doctrina de Orígenes que anuncia la misericordia) con la eliminación total del origenismo (pág. 447).
Justiniano no era ni siquiera un papa sino un emperador romano muy déspota
del siglo III. Él hizo encarcelar al papa y luego dispuso cómo debía ser la
doctrina de la Iglesia Católica.
¿Acaso se afirma en la Sagrada Escritura la doctrina de la condena
eterna? No, de ningún modo. En la cita donde en el texto traducido se lee
la palabra «eterna» en el Evangelio, el texto original griego dice
«aiónios». Esta palabra se puede interpretar de diferente modo, pero
no necesariamente como «eterno». En el diccionario de las expresiones del
Nuevo Testamento del año 1971, tomo II, 1459, se da para la expresión
«aiónios» la siguiente interpretación: «largo tiempo, duración de tiempo,
con lo que se puede indicar tanto un tiempo exactamente limitado como
un tiempo indeterminado...». La interpretación que se da a la palabra griega
«aiónios» es, pues, solamente cuestión de la casuística o depende de la
influencia de determinados grupos poderosos detrás de los teólogos. De
hecho, en el correr del tiempo, dentro de la historia de la Iglesia se originaron diferentes doctrinas radicales o más benignas. En el Diccionario
católico para la teología y la Iglesia, tomo V, página 446, se dice, que la
limitación de las penas del infierno se había considerado «posible» por primera
vez por Clemente de Alexandría (muerto anterior al año 215). Según la citada fuente también expresaron opiniones parecidas Orígenes, Jerónimo,
Cipriano (Ep. 55, 20), Hilario (Ps 57, 7), Ambrosio (Ps 36, 36) Gregorio de
Nissa, Didimo, Dioduro de Mopsuetia.»
El doctor de la Iglesia, san Jerónimo (muerto en 420) que fue el
secretario del papa Dámaso, escribió en su comentario del profeta Jesaia, que los
condenados, con el tiempo participarían de copiosas consolaciones, pero
que esto se debería mantener en secreto, para que los fieles por temor a
los castigos eternos del infierno no pecasen (Is. 14, 2). Este motivo pedagógico seguramente es una de las razones por las cuales el ambiente eclesial
se opondría a la doctrina de Orígenes de la apocatástasis, condenándola.
También Pedro Crisólogo, el obispo de Rávena (muerto en 450) estaba
convencido -junto con otros obispos- que las penas de infierno no durarían eternamente. En su escrito: Acerca
del hombre rico y del pobre Lázaro
dice: «Los condenados al infierno nunca encontrarían la paz de los santos
si no fuese porque han sido redimidos por la misericordia de Cristo y liberados del lugar de la desesperación por la intercesión de los fieles, de modo
que lo que les fuese impuesto como condena luego se les es dispensado por
la Iglesia (la plegaria de los fieles) y conmutado por la misericordia.
Pero la ini7uencia funesta del padre de la Iglesia, Agostin adquirió cada
vez más fuerza. En su Pequeño Manual (29, 111), él decide que las penas
del infierno serían eternas. De este modo la doctrina de la apocatástasis
quedó rechazada definitivamente bajo el punto de vista teológico.
Según la enseñanza de Agostin, incluso todos los niños del mundo que
morían sin haber recibido el bautismo -lo que en aquel tiempo eran casi
todos- estarían expuestos a los sufrimientos eternos del infierno ya que,
según su opinión, Dios había creado casi la totalidad de la humanidad para
sufrir las penas del infierno. Esta opinión de Agostin fue confirmada por
el Concilio de Florencia (1438-1445). El Concilio determinó que «fuera de
la Iglesia Católica, nadie, ni pagano ni judio, hereje, musulmán o un separado de la unidad de la Iglesia, participaría de la vida eterna, más bien
caería al fuego eterno». (Denz. 714).
Bajo la presión de la opinión mundial, los obispos del Concilio
Vaticano II de los años sesenta de nuestro siglo, se vieron obligados a distanciarse
de esta doctrina absurda.
La doctrina de Agostin que afirmaba la condenación de los niños que
morían sin haber recibido el bautismo, era tan absurda que hubo de suprimirse pronto. Ya
había llevado a la desesperación algunas madres de su
diócesis. Hoy se enseña que los niños muertos sin bautizar van al «limbo»,
una especie de «ante-infierno» donde no sufrirán penas, pero que tampoco
alcanzan la gloria en el Cielo (Denz. 410, 464, 693, 791).
Pero de la Nueva Revelación podemos entender que la Sabiduría de Dios
toma una visión totalmente diferente que los auto-proclamados vigilantes
de la fe con sus opiniones siempre cambiantes.
La Iglesia Católica todavía mantiene la doctrina de las penas eternas
del infierno, que promulgó ya en la Edad Media el papa Inocencio IV (Denz.
546, 211, 429, 531). Antes del Concilio Vaticano II en la literatura aprobada oficialmente por la Iglesia con el «imprimatur» se
podían leer las
justificaciones más disparatadas para esta doctrina. Por ejemplo, Josef
Staudinger (1950) escribió que «una gratificación o un castigo de tiempo limitado
no tendrían efectividad. Por lo tanto, las sanciones divinas deben abarcar
la eternidad».
Aquí volvemos a encontrar el concepto pedagógico del padre de la
Iglesia Jerónimo, en que se debía amonestar a los fieles con castigos eternos
para que tuvieran temor de pecar. Pero justamente esta opinión es rechazada de pleno por el Señor en la Nueva Revelación. (Gr VI 2r43, 3).
Staudinger continúa en su escrito, llegando a unos extremos increíbles en sus
imaginaciones, pero sin embargo aprobadas por la Iglesia oficial: «Si, incluso
el amor y la misericordia exigen -aunque parezca extraño- el infierno
eterno». «Ni siquiera podemos imaginar el fuego devorador del Odio
Divino. »
Autores católicos no repararon en pervertir las características de Dios
y hacen prevalecer el «odio» sobre el «amor», que es la esencia primordial
de Dios. Según Staudinger aquel que ponga más alto el amor, la bondad,
y misericordia de Dios, en vez de temer su «odio», su «ira» y en consecuencia no teme las penas eternas del infierno, se condena a si mismo a aquel
infierno eterno.
Una Iglesia que destruye de tal modo la imagen de Dios, ¿puede esperar
que los hombres crean en sus enseñanzas? Los hombres de la Iglesia buscan
por todos lados las razones de la decadencia de la Iglesia, pero no buscan
dentro de si mismos. Podemos estar de acuerdo con las palabras del obispo
evangélico Schjelderups cuando habló a un pastor fanático: «soy feliz al
pensar que el Día del Juicio Final no seré juzgado por los teólogos y los príncipes de la Iglesia, sino por el Hijo del Hombre. Y no dudo que su
Amor Divino y Su Misericordia serán más grandes que lo que se expresa
en la doctrina de la pena eterna en el infierno». «Para mí, esta doctrina de los castigos de pena eterna no forma parte de la religión del amor.»
Las expresiones «largo tiempo» o «duración de tiempo» (ver página 157),
corresponden exactamente a lo que la Nueva Revelación explica, refiriéndose a este problema. Primeramente en la Nueva Revelación se diferencia
entre la duración, o sea la existencia del infierno en sí y luego en el
tiempo
que duran los castigos del infierno para los condenados individuales.
¿No son dos cosas diferentes la «prisión» y el «prisionero»? se puede
leer en el libro de Lorber Del Infierno al Cielo tomo II, página 226, 11:
«El infierno existirá hasta el fin de los tiempos, o sea hasta que sea disuelto
el cosmos entero, pero los condenados pueden salir de su prisión una vez
hayan reconocido lo malvado y lo negativo de sus actos y comenzado a
cambiar».
En el Diccionario para la teología y !a Iglesia 2, III, 195, se afirma que
el infierno es un lugar en el cual arde un fuego material, tal como lo habían
promulgado anteriores papas. Esta doctrina se basa en la febril fantasta
de Agostin, quien creía que el infierno es un fuego material que torturaría
los cuerpos de los condenados (Sobre el estado de Dios, texto de los Padres
de la Iglesia, tomo 4, página 563). Aun en el año 1950, Staudinger escribe
siguiendo esta línea: «es indudable que el infierno se encuentra en un cierto
lugar» y «el fuego del infierno hay que pensarlo como un verdadero y real
fuego». Los teólogos de entonces afirmaban saberlo todo muy precisamente y de este modo Staudinger habla: «de un chispear y Ilamear del fuego
y gritos de los condenados».
Esto sigue el estilo de los monjes que predicaban en las llamadas
misiones del pueblo durante los años treinta de nuestro siglo y asustaron a los
fieles de buena fe. Desde el último concilio, sin embargo, en los diccionarios teológicos de la Iglesia Católica y en escritos se puede leer que el
infierno no es un lugar, sino una condición, al igual cómo lo explica la Nueva
Revelación escrita hace años: «No hay ningún lugar que se llame cielo o
infierno, en cambio cada hombre lo es todo dentro de sí mismo, y nadie llegará a otro cielo o a otro infierno, sino a aquél en el cual se encuentra».
(GS II 118, 12). «No existe en ninguna parte un cielo creado especialmente
ni un infierno creado especialmente, sino que todo viene desde el corazón
del hombre, y así cada hombre se crea su propio cielo o su propio infierno
desde su corazón según lo bueno o lo malo...» (Gr I1, 8, 7).
«El mundo de los espíritus no tiene nada que ver con el lugar y el
tiempo de este mundo material, juzgado y atado, pero el espacio como envolvimiento exterior, finalmente, es el portador de todos los cielos y de todos
los mundos espirituales, que no podrían existir fuera del espacio creado infinito. De este modo y para que lo podáis comprender debe haber ciertos
espacios en los cuales residen los espíritus como si fuesen lugares, aunque
a un espíritu completo no le importa en absoluto un lugar en el espacio,
tampoco como a este Monte de los Olivos le importa como tú te imaginas
Roma o Atenas. Para el espíritu, en este sentido no existe ni un lugar definido ni un tiempo delimitado.» (Gr VIII 33, 2).
Tampoco existe un fuego material en el infierno. El «fuego
inextinguible» es una manifestación aparente según enseña la Nueva Revelación. En
detalle se explica de la siguiente manera: «La diferencia entre la gloria y
la condenación es la siguiente: en la gloria el alma es un complemento al espíritu y éste asume el verdadero ser. En cambio, en la condenación el
alma quiere expulsar al espíritu y acoger a otro en su lugar, es decir, a
Satanás». «De esto resulta una reacción. Ésta es para el alma el sufrimiento
más doloroso y sufre las penas que se manifiestan aparentemente como fuego inextinguible. Es el gusanillo dentro del alma que no muere y cuyo fuego
no se apaga.» (EM, pág. 166).
¡Qué profundas visiones nos ofrece la Nueva Revelación, en
comparación con las enseñanzas de la Iglesia! En el último Concilio, el obispo belga,
Charne, tenia el valor de pronunciar claramente los hechos hoy reconocidos: «La doctrina tradicional de un cielo y un infierno ha sido superada».
En tiempos venideros muchas otras enseñanzas se demostrarán superadas
por falsas e insostenibles, a pesar de las represiones por parte de la Iglesia
oficial. Los hombres de la Iglesia, como se demuestra cada vez más claramente, pretendieron erróneamente una autoridad divina. Esto ha llevado
a consecuencias ineludibles.
En todos los tiempos hubo personas de buena fe, incapaces de creer
en un Dios vengador. El profesor de la Iglesia, Jerónimo, en el siglo v,
escribió: «En el tiempo de la reparación universal, el verdadero médico,
Jesucristo, vendrá para curar el cuerpo de la Iglesia hoy día destrozado y
dividido. Entonces cada uno tomará otra vez su lugar y volverá a lo que
era originalmente» (comentario a la epístola a los Efesios, 16). También
Lutero tenia la convicción: «El infierno no sería infierno si desde este lugar
se invocara a Dios».
En el año 1955, un escritor católico muy conocido, Papini, suscitó un
gran revuelo con su libro El Diablo. Él constata que la interpretación de las palabras del «fuego eterno» de san Mateo 25, 41, ha sido dada demasiado a la ligera y ha sido creída muy fácilmente.
Papini lo justifica como sigue: «En realidad la palabra "aiónios" tiene
el significado de "siempre", o sea de algo duradero dentro del tiempo».
De esto se puede deducir que aquí la palabra se refiere -y esto se ve
confirmado por otra interpretación más antigua- a la duración de la vida del
hombre, pero en ningún caso es una aceptación en sentido absoluto y metafísico de la eternidad, es decir, de una eternidad que per definitionem es
sin tiempo. «El fuego, por consiguiente, arderá mientras exista lo que san
Pablo llama "la figura de este mundo", es decir, el fuego arderá mientras
exista la realidad presente.» «El infierno tiene una duración perpetua, pero
en el sentido estrictamente temporal-terrenal, o sea en un plano inferior y
que es muy distinto de la eternidad.»
Hay que fijarse hasta qué punto la interpretación de Giovanni Papini
coincide con las palabras de Jakob Lorber, lo que se ve en las citas de la
Nueva Revelación que siguen.
Numerosos teólogos protestantes de nuestro tiempo aceptan la doctrina
de la apocatástasis, entre ellos P. Althaus, E. Brunner, Karl Barth (KD 1).
La Nueva Revelación enseña que el núcleo del mensaje de Jesús es el
anuncio del amor infinito de Dios hacia sus creaturas y que Él es misericordioso con el hombre también en el Más Allá, incluso en el infierno, con
tal de que el condenado reconozca su maldad y demuestre la intención de
mejorar. Esta doctrina auténtica prevalecerá sobre aquella tan cruel de la
Institución que se ha apartado del espíritu del Evangelio.